jueves, 23 de abril de 2015

El espejismo de la arrechera del pueblo

opinión

Vladimiro Mujica

TalCual / ND

El espejismo de la arrechera del pueblo

23 Abril, 2015
Es frecuente encontrarse en círculos de venezolanos, especialmente entre los que viven en el extranjero, en el medio de una discusión repetitiva y frustrante sobre la evolución del drama de nuestro país. Según el argumento que se repite interminablemente, es la rabia de la gente, el pueblo arrecho reclamando sus derechos, para ponerlo es términos de eslogan de marcha callejera, lo que terminará por desalojar a la oligarquía chavista del poder.
El mismo discurso se presenta en múltiples versiones: “las cosas en Venezuela están insoportables”, “la gente no aguanta más”, “esto estallará en cualquier momento porque la gente está harta”, etc, etc. De seguidas se enumeran todas los padecimientos que han ido tornando en cada más intolerable la existencia en nuestro país, todo ello para concluir en que el gobierno no se da cuenta del inmenso daño que hace. A veces, no siempre, el discurso termina por preguntarse sobre si ya no quedan militares honestos que acompañen al pueblo en sus padecimientos.
Creer que el gobierno no se da cuenta de que sus acciones traen miseria al país es un acto de suprema ingenuidad. Arruinar a Venezuela es una parte integral de la estrategia de control social del chavismo. Un afirmación que es difícil de tragar y que probablemente debe ser matizada con incluir la consideración de que parte del desastre del desgobierno se debe al caos y la incompetencia.
En otra dirección, pensar de la rabia popular como generadora de una salida a la tragedia venezolana es un peligroso espejismo, sobre todo porque se desperdician las energías físicas y espirituales de la gente que se opone al disparatado régimen chavista. Si algo ha probado la historia reciente del mundo es que la caída de los regímenes totalitarios y autoritarios solamente se produce cuando se conjuga el descontento popular con la dirección y el liderazgo que son capaces de orientarlo y llevarlo de su condición primitiva de arrechera a la mucho más sofisticada de movimiento político. Ejemplos de ellos son la caída de Milosevic en Serbia, del gobierno comunista en Polonia, del apartheid en Sudáfrica y del régimen colonialista en la India. Por otro lado, la misma historia enseña de manera inequívoca que cuando se producen alzamientos y levantamientos populares caóticos, sin dirección política, el resultado puede ser aún más nefasto que la condición inicial que originó el descontento porque a los desastres del desgobierno termina por añadirse la pérdida en vidas humanas.
La transmutación del descontento popular en acción política eficaz es un problema increíblemente complejo. Sobre todo cuando para hacerlo hay que actuar bajo severas restricciones y amenazas a la libertad y la seguridad individuales, en condiciones de secuestro de las instituciones públicas, especialmente los tribunales, y de imposición de una hegemonía total en los medios de comunicación; todas éstas características muy evidentes del caso venezolano. A todas estas dificultades hay que añadirle la miopía de un sector de la dirigencia opositora que actúa como si lo que estuviera en juego fuera el liderazgo de la oposición y no una batalla épica contra el autoritarismo y en defensa de la democracia y la libertad contra un adversario que viola reiteradamente la constitución y que no vacila en recurrir a la violencia y la represión.
Desafortunadamente parece que no terminamos de aprender que hay muy pocas alternativas a la construcción seria y disciplinada de alternativas políticas. Así como mucha gente votó por Chávez en las elecciones que lo llevaron a la presidencia con el argumento de que “no se podía estar peor”, esa misma gente, profundamente arrepentida de su decisión de hace 15 años, hoy comete el mismo error de percepción al poner sus esperanzas en una especie de milagrosa rabia popular, como antes la puso en el vendedor de ilusiones que era el comandante. La verdad del asunto sobre la tormenta perfecta del descontento que supuestamente se está gestando en Venezuela es mucho más sobria. La gente se adapta de modos sinuosos y discretos a la penuria y le teme más a la violencia y el caos que a las colas y las privaciones. Eso lo sabe la oligarquía chavista como antes lo supo la oligarquía castrista en Cuba. La receta es la misma: transformar la existencia en supervivencia para doblegar y castrar la voluntad de protesta. Las respuestas de la gente para sobrevivir son muchas: el bachaqueo, el rebusque o el jineteo. Los resultados finales son similares a pesar de que las condiciones específicas son muy distintas. Todo ello sin olvidar que hay una parte nada despreciable del pueblo que no ve ninguna necesidad para cambiar porque se sienten empoderados por el caos y la anarquía que el chavismo ha instalado en el país.
A pesar de todas las críticas necesarias e importantes que se puedan hacer al liderazgo opositor no hay reemplazo a la tarea de construcción de una alternativa política, y su materialización en logros electorales, que adelantan tanto la MUD como los restantes factores que convergen en la oposición democrática. Ese esfuerzo se debe nutrir del descontento popular, pero la arrechera de la gente por si sola no conduce a ninguna parte. Excepto probablemente a un estallido caótico de consecuencias impredecibles. Es la simbiosis entre la frustración y la rabia de quienes ven su presente cada vez más miserable y su futuro cada vez más incierto, y un liderazgo político creíble, lo que puede presentarle un reto realista al autoritarismo chavista. En esa dirección, con todos sus altibajos, es imperativo continuar trabajando.

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jueves, 15 de enero de 2015

El triunfo de Maduro

ESTE ARTICULO MERECE SER REPRODUCIDO INTEGRAMENTE EN BENEFICIO DE AQUELLOS QUE CREEN –DE BUENA FE- QUE DON QUIJOTE ESTABA REALMENTE LUCHANDO CONTRA MONSTRUOS Y NO CONTRA SIMPLES, VULGARES Y SILVESTRES MOLINOS DE VIENTO

El triunfo de Maduro

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Justice will overtake fabricators of lies and false witnesses.
Heráclito

Muchos hablan de derrota al discutir sobre el gobierno de Nicolás Maduro, y están equivocados. Lo que ha hecho él es triunfar de una manera perfecta al cumplir los designios de una ideología: el socialismo. La destrucción sistemática de un país y un pueblo es lamagnum opus de un sistema que busca la servidumbre del individuo frente al Estado. La negación del progreso de la humanidad y la denuncia de este como objeto no deseado es la bandera de esta doctrina que ha subyugado la dignidad humana a la miseria del hombre que ha perdido su libertad y su independencia.
Sería ya poco ilustrativo referirse a ejemplos de naciones extrañas, porque los ejemplos de la miseria traída por el socialismo en Venezuela son exageradamente obvios, cruentos y despreciables. El año 2015 ha empezado con la imagen de un venezolano anónimo, minimizado a un número anotado en su brazo, haciendo una cola larga, tediosa e indignante para satisfacer sus necesidades más básicas. Las colas no son artificios de ninguna guerra económica para emboscar al gobierno. Por el contrario, ha sido el gobierno el que ha propiciado las colas mediante sus expropiaciones, corrupciones internas, control de precios, vilipendios al productor privado, dakazos, inseguridad jurídica, y autoritarismos de toda clase. Es decir, las colas y la escasez es producto de la aplicación sistemática de la teoría económico-jurídica del socialismo. Es fácil entonces apreciar de esta manera el triunfo mencionado en el primer párrafo, ya que se ha impuesto en la realidad, con todas sus consecuencias, lo que antes solo era discurso amenazante.
Aquí, aparte de todas las inquietudes que pueden surgir espontáneamente, surge con ella una de naturaleza filosófica-política, la cual nos lleva a preguntarnos: ¿para qué necesitamos al gobierno? Se supone que el gobierno, sobre todo uno socialista, está encargado de garantizar que la maquinaria del Estado funcione y se desarrolle acorde con los principios expresados en el cuerpo de leyes suscritos por el órgano de representación popular por excelencia, la Asamblea Nacional. Entonces, si el Estado no cumple son sus fines y objetivos (artículo 3 de la Constitución: El Estado tiene como fines esenciales la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo y la garantía del cumplimiento de los principios, derechos y deberes reconocidos y consagrados en esta Constitución. La educación y el trabajo son los procesos fundamentales para alcanzar dichos fines.), ¿cuál sería su razón de ser? ¿Dónde radicaría su legitimidad? ¿Bajo qué argumento se enviste entonces Maduro de autoridad?
Precisamente, allí radica el quid del asunto: al fallar Maduro en todas sus obligaciones constitucionales, ¿bajo qué argumento retiene su autoridad? La respuesta se ha evidenciado a lo largo de su mandato: la violencia y el terror. Es precisamente a través de estos medios que el socialismo se mantiene en el poder y por eso esta ideología necesita de los peores para garantizar su permanencia. Solo los peores son capaces de destruir a un pueblo de esa manera, porque solo ellos son lo suficientemente inmorales para perpetrar tanto sufrimiento bajo el cinismo de una argumentación falaz.
Debido a esto, se argumenta que han triunfado por los momentos. El gobierno de Maduro ha reducido la libertad del venezolano a un mínimo suficiente para mantenerlo dominado en la forma de colas y otros mecanismos de sumisión que mantienen al individuo preocupado por subsistir frente a una realidad atroz.
No obstante, el triunfo de Maduro y sus políticas socialistas se puede solo mantener mediante la violencia y el terror, ya que el individuo siempre busca espontáneamente sobrevivir. Quizás sea esta la función biológica más fundamental del ser humano y la que el socialismo brutalmente y voluntariamente desconoce. Es su error más fundamental y lo que ha garantizado su fracaso una y otra vez. Por otro lado, es evidente que Maduro no es una figura suficientemente fuerte para mantener a través del tiempo un Estado de terror y eso puede ya verse a través de las vestiduras de su mismo grupo político, así como en la presencia de continuas protestas espontáneas que surgen en todo el país promovidas por diferentes grupos descentralizados. 
Por otro lado, económicamente hablando, el Estado de violencia y terror que Maduro necesitaría para mantenerse en el poder es sumamente costoso y pudo, quizás, haber sido mantenido con un barril de petróleo a 100 dólares, pero bajo los precios actuales la tarea es manifiestamente imposible, y señal de la poca confianza que le otorgan a su éxito son los recibimientos en Rusia y China, así como el acercamiento de Cuba con Estados Unidos. El socialismo es bueno cuando existe qué robar.
En consecuencia, el triunfo de Maduro consiste en aplicar la doctrina socialista en Venezuela de manera satisfactoria, pero su éxito lo ha conllevado a un debilitamiento de las mismas bases que lo sostenían y que lo han obligado a vagabundear por el mundo en busca de aliados y recursos que ya no están disponibles por la poca confianza con que ven su permanencia en el poder.

¡Carajo, qué irónico es el socialismo!

martes, 13 de enero de 2015

Reflexiones sobre la Yihad

Me pareció un artículo interesante para circular:

Patente de corso

Es la guerra santa, idiotas

Arturo Pérez-Reverte 

Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. 
Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.