La imposibilidad del
cálculo político en Venezuela; por Michael Penfold
Por Michael Penfold | 16 de
mayo, 2016
Venezuela entró en una nueva fase de un conflicto político que
va a ser largo, complejo y probablemente terminará con resultados que nadie
pueda anticipar.
Vivimos una verdadera tragedia nacional.
Podemos escarbar infinitamente en las razones que nos llevaron a
este punto, pero las causas ya son irrelevantes. El conflicto se anidó entre
nosotros y estamos experimentando una nueva escalada autoritaria que promete
profundizar aún más el encono político y las heridas sociales. Una escalada que
bien puede enterrar definitivamente la viabilidad económica e incluso petrolera
del país.
Culpas las hay. Y muchas. Pero ya no importan: las consecuencias
seguirán siendo las mismas.
Lo curioso es que la actual situación aún no tiene (ni va a
tener) un desenlace definitivo.
Todos piensan que pueden ganar. Todos creen que pueden estimar
un cálculo político individual que es exacto y que inevitablemente los va a beneficiar.
Todos piensan que el conflicto será intenso pero breve: “Es
cuestión de meses”.
La historia y la gloria los aguarda. Todos están llamados a ser
grandes centauros: buenos revolucionarios o demócratas ejemplares.
El gobierno piensa que puede decretar el Estado de Excepción,
dilatar o impedir el Referéndum Revocatorio, contener la presión social,
desmovilizar las protestas, profundizar los controles económicos, anular la
Asamblea Nacional, cerrar cualquier otra salida democrática y constitucional y a
pesar de ello sobrevivir políticamente.
El chavismo más moderado piensa que puede y debe posponer
cualquier pronunciamiento hasta inicios del 2017, retrasar las elecciones de
gobernadores, esperar un mayor desgaste del Presidente y, luego, presentarse como
una alternativa viable para restaurar la gobernabilidad, sin necesariamente
tener que convocar nuevas elecciones presidenciales. Según esta visión, ellos
son un mal menor que el mundo opositor y la comunidad internacional tendrá que
apoyar, al menos transitoriamente, y también que son el grupo llamado a
restaurar la normalidad económica e institucional en Venezuela.
Los diversos partidos opositores también tienen su calculo
político propio.
Unos partidos piensan que si el gobierno se resiste tercamente a
activar el Referéndum Revocatorio, la movilización social y política es la
única vía para forzar su convocatoria. Esa presión a gran escala debe
materializarse antes de finales de año. Una vez activado el revocatorio, se
ganará la consulta y se convocará las presidenciales y se obtendrá un triunfo
electoral sin mayores inconvenientes.
Adicionalmente, gracias a la mayoría obtenida en las elecciones
legislativas del 6-D, el cambio político será relativamente sencillo de
conducir con un nuevo presidente opositor electo con un amplio apoyo popular.
Incluso, si se materializara este escenario, un plan de estabilización
económico, con la anuencia de organismos multilaterales, podría ser
implementado sin mucha resistencia.
Otros partidos piensan que si bien es necesario movilizar a la
sociedad, no hay que cerrarse a la posibilidad que el Referéndum Revocatorio se
active por iniciativa opositora en el 2017; incluso si eso implica dejar que
asuma un vice-presidente chavista, y precipitar una negociación política más amplia.
En este escenario, la transición constitucional implicaría un acuerdo
insospechado con un sector del gobierno.
Finalmente, hay grupos que están convencidos de que la única
salida es acelerar la deslegitimación del chavismo en el plano internacional y
precipitar un ciclo insurreccional. En sus propias palabras: transición sin transacción.
Todos estos cálculos políticos pueden efectivamente ser
correctos. Hay evidencias factuales que los respaldan. Y también pueden existir
argumentos ideológicos e incluso morales que lo justifican.
Sin embargo, lo cierto es que el tamaño de la crisis económica y
social comienza a ser tan grande y el deterioro institucional tan acentuado que
lo que resulta grotesco es que pensemos que cualquiera de estos caminos están
garantizados.
La razón es que puede que ya no haya tejido social, sino una
nación hundida permanentemente en la más absoluta anarquía y pobreza, para el
momento que cualquiera de los actores haya triunfado (gobierno u oposición).
Sin embargo, en la medida en que la crisis económica y social se siga
extendiendo, la misma mostrará facetas insospechadamente trágicas y la
incertidumbre se irá incrementando. Quizás aquellos actores que piensan que
pueden ganar no necesariamente van a estar ahí en el futuro para contarlo.
Quizás nadie triunfe y el conflicto se extienda. Opciones impensables pueden
emerger que nadie siquiera había considerado.
De modo que todos estos cálculos políticos individuales (tanto
de los chavistas como de los opositores) pueden estar errados y pueden incluso
ser irracionales. Sabemos que el hubris(sobreestimar nuestra propia suerte) es un error
cognitivo muy común que también suele acompañar a los políticos. Si supiéramos
cuál es el desenlace, algo que no sabremos sino más adelante, quizás todos los
actores hubiesen realizado una apuesta diametralmente distinta.
Sin embargo, mi impresión es que las características del
conflicto venezolano es estructural (complejizado por el tema petrolero) y es
uno que es imposible de resolver sin un acuerdo institucional, que supone
reformas constitucionales y pactos programáticos en materia económica y de
política social muy amplios, que le otorgue garantías mutuas a todos los
actores relevantes tanto chavistas como opositores (incluyendo los
militares, los empresarios, los trabajadores y la sociedad en su conjunto). Sin
estos acuerdos es imposible avanzar en ninguna dirección.
Y la razón es sencilla: la crisis social y económica es tan
profunda que sus consecuencias no pueden ser ni controladas ni minimizadas
políticamente por ninguno de los grupos de forma individual.
El gobierno viene realizando el peor de todos los recortes
externos ante la caída de los ingresos petroleros: una disminución por cantidad
de las importaciones sin precedentes en la historia del país y todo ello sin
reestablecer un sistema de precios, sin corregir las distorciones cambiarias y
sin promover una expansión de la actividad privada.
El resultado de este ajuste por cantidad es desvastador. Y no
sólo por lo recesivo: si las expectativas a comienzos de año eran que la
contracción económica podía rondar el 8% del PIB, ya a estas alturas las
proyecciones se deben haber deteriorado todavía más con la profundización de la
crisis eléctrica y con la caída de la producción petrolera de PDVSA. Todo esto
en el contexto de una aceleración inflacionaria que viene deteriorando los
salarios reales de una forma vertiginosa.
Mientras tanto, en ciudades enteras del país la electricidad es
racionada ya no por cuatro horas, como hasta hace unos meses atrás, sino
incluso hasta por ocho. Y este dato es demasiado dramático como para ocultarlo.
Lo más preocupante de semejante escenario es que la inacción del
gobierno ha terminado de erosionar lo que quedaba del débil tejido industrial y
comercial, además de colocar la crisis social y política en el centro de la
coyuntura histórica por la que atraviesa la Nación. Especialmente en el
plano social, las características intrínsecas de este tipo de escenario han
hecho más complejos los problemas de escasez, los niveles de conflictividad social
y la inversión en tiempo, muchas veces infructuosa, que los venezolanos
destinan a buscar alimentos y medicinas.
El hecho de que el país entre ahora en una profundización de su
conflicto político —que es en sí mismo una lucha existencial de cada uno de los
grupos por preservar o acceder al poder y también a las rentas—, hace ver que
esta dinámica social va a seguir deteriorándose.
Lo cierto es que Venezuela no tiene forma de promover cambios
sin un acuerdo nacional creíble después de haber postergado ajustes estructurales,
tanto de su modelo económico como político. Así es imposible promover un cambio
que permita enfrentar el dramatismo del colapso social que está en pleno
desarrollo.
Varios indicadores muestran la profundización de estos problemas
sociales: el 37% de la población está reportando que destina entre 5 y 8 horas
diarias en colas para acceder a alimentos; y un 48% dice dedicar entre 1 y 5
horas diarias a esta actividad. Según el CENDAS, la inflación de la canasta
alimenticia anualizada para marzo ya sobrepasaba 514%. La escasez de alimentos
y medicinas alcanza 75% y 80% respectivamente.
En el fondo, estas cifras revelan la existencia de una población
desesperada, expuesta a la brutal erosión que supone una aceleración
inflacionaria sin precedentes. Una población que es cada vez más dependiente
del acceso a productos regulados, que a su vez son cada vez más escasos. Y, por
si fuera poco, esos productos más escasos son controlados por grupos de
revendedores, planteando un conflicto de supervivencia entre la población de
bajos ingresos y los bachaqueros que es arbitrado diariamente por las fuerzas
de seguridad.
El resultado de esto es un aumento considerable, aunque todavía
aislado, de saqueos y protestas.
De ahí que la realidad social haya comenzado a sobrepasar las
dimensiones constitucionales, políticas y electorales de la coyuntura actual.
Al parecer los tiempos sociales se están acelerando irreversiblemente, aunque
la dinámica política y también económica se hayan vuelto cada vez más
irracionales. Restaurar el orden y el funcionamiento de la infraestructura
básica, así como estabilizar la economía y garantizar la inversión privada, se
ha vuelto elemental. Pero para eso es indispensable un cambio político.
Un cambio que es particularmente difícil en una economía
petrolera donde un grupo político monopoliza las instituciones y el acceso a la
renta.
Y, lamentablemente, ninguno de los grupos va a poder proveer ese
cambio individualmente. Ni siquiera si piensan que están llamados a salvar la
revolución o a restaurar el estado de derecho y la democracia.
Aquí hay una sola salida, pero nadie la quiere aceptar porque
confían demasiado en su buena suerte.
Tucídides, el primer historiador del mundo occidental, narra la
cruenta pero sobre todo larga guerra entre Esparta y Atenas. Ambos ejércitos
deseaban controlar la hermosa ciudad de Atenas. Todos querían el bello trofeo y
ninguno la quería compartir. Ambos pensaban que la guerra sería breve, pero el
conflicto se prolongó innecesariamente y el resultado fue el debilitamiento de
la civilización griega y la destrucción definitiva de Atenas. Ninguno la pudo
disfrutar, ni siquiera después de que Esparta ganara el conflicto armado. En
uno de sus discursos, Tucídides reflexiona sobre semejante resultado y escribe
uno de sus más memorables pasajes:
“Recuerda que en la guerra muchos factores son impredecibles:
piénsalo bien antes de optar por ella. Mientras mas larga la guerra, más
dependiente eres de algún accidente. Ninguno de nosotros podemos vislumbrar el
futuro: somos esclavos de la oscuridad. Cuando se entra en la guerra también
uno se entrega a la equivocación. En la guerra lo primero es la acción, pero
solo cuando uno ha sufrido es que uno comienza a pensar”
Dejemos de actuar por un instante: pensemos en Venezuela.
Lo que estamos presenciando es la rebatiña que viene al final de
la explotación de una mina. Y quienes están dentro del conflicto no pueden
detenerse para ver en perspectiva los dilemas que enfrentan. La única forma de
forzar una negociacion es con apoyo internacional, quizás con los buenos
oficios del Vaticano y la veeduría de dos amigos de cada uno de los bandos en
pugna, como Ecuador, Cuba, España o Argentina.
La otra alternativa es esperar el desenlace y ver si el cálculo
político de alguna de las partes realmente se cumple. Quién sabe. Quizás
alguien tenga suerte.
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