El problema del polizón
Por: Pedro Linares * / Clemente Álvarez | 07 de mayo de 2010
¿Qué es mejor para reducir la contaminación:
concienciar al ciudadano para que utilice de forma voluntaria el transporte
público o cerrar el centro de las ciudades a los coches privados? Estas dos
opciones representan dos estrategias muy diferentes para intentar algo tan
complicado como cambiar hábitos de conducta dentro de la sociedad: los
enfoques voluntarios o los obligatorios. Unos y otros tienen ventajas e
inconvenientes, aunque no se puede abordar esta cuestión sin incidir en el
llamado "problema del polizón”.
¿En qué se parecen los atascos de tráfico,
la deforestación de las selvas o el turismo de observación
de cetáceos? Pues que todos están relacionados con la existencia de bienes
públicos. En teoría económica los bienes públicos son no-excluibles y
no-rivales, lo que quiere decir que no se puede excluir a nadie de su uso y que
el que una persona los utilice no influye en la utilización de los demás.
El que haya menos coches en las calles mejora la calidad del aire que
van a respirar todos los ciudadanos, el que no se destruyan los bosques va
a beneficiar a toda la humanidad y el que no se moleste a las ballenas permite
que sigamos emocionándonos con sus increíbles saltos en el mar. Lo mismo
ocurrirá si se mejora la calidad del agua de los ríos o si
aumenta la generación con energías renovables: son acciones que
beneficiarán a todo el mundo.
Sin embargo, todos los ciudadanos van a verse favorecidos por igual de
ese bien colectivo independientemente de lo que hagan, lo que para los
economistas significa que no hay ningún incentivo para tomar
una decisión determinada. Y aquí es donde aparece el denominado problema del
polizón (free-rider effect): el pasajero que viaja con el resto del
mundo sin pagar billete. Si el resultado va a ser el mismo, resulta tentador
dejar que sean los demás los que realicen el esfuerzo.
Esto tiene una importante contrapartida y es que si son muchos los
polizones, se corre el riesgo de que al final no se produzca suficiente de ese
bien (reducción de emisiones, aire más limpio, renovables…).
En general, en Europa estamos más acostumbrados a los enfoques
obligatorios; alguien nos dice qué hay que hacer, o nos incentiva (mediante
premios o subvenciones) o desincentiva (mediante multas o impuestos) a
modificar nuestro comportamiento. Pero en otros países, y EEUU es un ejemplo
típico, se suele preferir que tengan más peso los enfoques voluntarios.
En este caso, se trata de dejar que sean los consumidores, por sí mismos,
los que decidan sobre el bien público. Para ayudar a reducir la deforestación
de las selvas, pueden comprar productos de madera con el sello FSC;
y para contribuir a frenar el cambio climático, pueden utilizar el transporte
público en vez del coche privado o mejorar la eficiencia de sus casas o comprar
electricidad de empresas productoras de energías renovables. Todo ello, sin
que nadie les obligue a ello o les cobre más por hacer lo incorrecto.
Según un informe del International
Fund for Animal Welfare, hay diferentes ventajas y desventajas de los
enfoques voluntarios y obligatorios en el turismo de observación de cetáceos.
Para estos defensores de las ballenas, si bien las normas para no molestar a
los cetáceos en la práctica de esta actividad turística tienen un importante
valor disuasivo, su efecto se ve debilitado si fallan los mecanismos de
control. En el lado contrario, las pautas no vinculantes, códigos éticos o
recomendaciones pueden llegar a no ser respetadas por ciertas sociedades si no
existen penalizaciones.
Lo cierto es que hay gente que considera que las elecciones voluntarias
constituyen la forma más adecuada de conseguir lo mejor para la
sociedad: entienden que si los consumidores no quieren solucionar el
problema del cambio climático o aumentar la cantidad de energías renovables por
si mismos para qué va a venir el Estado a hacerlo. ¿Acaso no son los ciudadanos
la propia sociedad? De alguna forma, la elección en la compra puede no ser muy
diferente de decidir a quién se vota (a representantes políticos que a su vez
pondrán normas sobre el bien público).
Este argumento tiene dos fallos: uno es el problema del polizón y otro
la falta de información de los ciudadanos sobre las
consecuencias de sus decisiones. De hecho, lo lógico sería esperar que el
enfoque voluntario no sirviera para nada, pues es mejor viajar de gorra sin
billete y dejar que sean los otros los que hagan algo. O ir en coche y que sean
los demás los que vayan en autobús. Sin embargo, sí que funciona, por aquello
llamado altruismo, el mismo proceso por el que se dona dinero a una
organización de ayuda al desarrollo. A esto se le puede denominar también a
veces redención de culpa y en ocasiones lleva incluso a comportamientos poco
coherentes, como ocurre cuando alguien se siente menos culpable para emitir más
CO2 por compensar sus emisiones (pagar para
que en alguna parte del mundo se ponga en marcha un proyecto para reducir CO2).
La demostración de que el altruismo sí puede funcionar está en
nuestra basura. Cada vez son más los ciudadanos que separan de forma
voluntaria sus residuos de papel, vidrio o envases de plástico para que puedan
ser reciclados (aunque siempre habrá polizones). Un avance significativo al
que, por otra parte, ayuda mucho el que se coloquen más contenedores en las
calles, se informe a los ciudadanos y se realicen campañas de concienciación.
Ahora bien, este altruismo tiene sus limitaciones. Igual que no se
puede erradicar el hambre o la pobreza en el mundo sólo con donaciones a las
organizaciones de ayuda al desarrollo, tampoco se puede frenar el cambio
climático con acciones voluntarias. Si bien hay decisiones que pueden tener una
gran trascendencia repetidas millones de veces por los
ciudadanos, como llevar cada residuo a su contenedor correspondiente o utilizar
el transporte público, otras no supondrán en realidad un gran cambio para el
medio ambiente.
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